Mientras la provincia de Córdoba avanza con firmeza en los controles de alcoholemia mediante la política de “tolerancia cero”, una alarmante contradicción se impone en el tránsito: no existe un sistema eficaz para detectar y sancionar a quienes conducen bajo los efectos de estupefacientes. El vacío legal y operativo plantea un riesgo creciente en las rutas y calles de todo el territorio provincial.
En las rutas y caminos de Córdoba, la Policía Caminera ha logrado establecer un control cada vez más riguroso sobre el consumo de alcohol al volante. La política de “tolerancia cero” ha traído consigo un cambio cultural importante: hoy es habitual que los conductores se abstengan de beber si van a manejar, sabiendo que cualquier rastro de alcohol en sangre implica una sanción directa, sin márgenes ni excusas.
Sin embargo, esta medida, celebrada por muchos sectores como una herramienta preventiva clave para reducir la siniestralidad vial, convive con una enorme contradicción: no hay controles sistemáticos para detectar el consumo de estupefacientes. Es decir, mientras se castiga con severidad a quien toma una copa de vino antes de conducir, es perfectamente posible —y legalmente permisible en la práctica— manejar bajo los efectos de cocaína, LSD o incluso de medicamentos legales pero psicoactivos, sin que eso implique una intervención policial.
La situación es, por decir lo menos, preocupante. No existe una política provincial ni nacional que aborde con claridad el problema de las drogas en el tránsito. Las fuerzas policiales carecen de tecnología específica, los protocolos de actuación son difusos y el marco normativo todavía no se ha puesto a la altura del desafío. Salvo en casos extremos donde el estado del conductor sea evidentemente incompatible con la conducción segura, no hay forma de accionar preventivamente.
El argumento que suele esgrimirse para justificar esta omisión es conocido: los controles de sustancias psicoactivas son caros, complejos de implementar y difíciles de validar legalmente. Los dispositivos que permiten detectar drogas en saliva u orina existen, pero no están disponibles ni homologados para un uso extendido. Además, las regulaciones vigentes no definen con precisión cuáles son los límites tolerables para ciertas sustancias ni las consecuencias jurídicas de superarlos.
Sin embargo, frente a la evidencia del daño que el consumo de drogas puede provocar en la capacidad de reacción, atención y juicio de los conductores, la ausencia de una política de control resulta inadmisible. No se trata de criminalizar a las personas que consumen —una discusión que pertenece a otra esfera—, sino de evitar que lo hagan antes de tomar el volante de un vehículo, en un contexto donde la vida de otros está en juego.
La paradoja es brutal: se impone un tope absoluto al alcohol, pero se mantiene una puerta abierta —por omisión— a la conducción drogada. Esto no sólo debilita la coherencia del sistema de prevención vial, sino que además pone en riesgo a miles de ciudadanos que circulan diariamente por rutas y calles donde cualquiera puede manejar bajo efectos de sustancias sin ser detectado ni sancionado.
El sentido común —y la responsabilidad estatal— indican que ha llegado el momento de avanzar hacia una “tolerancia cero real”, que incluya no sólo el alcohol, sino también a las drogas, legales e ilegales, que alteran la capacidad de conducir. No hay prevención posible si no se cierra ese flanco.
En tiempos donde se exige mayor seguridad vial y compromiso ciudadano, la omisión del control de estupefacientes al volante no puede seguir siendo una zona gris. Córdoba, que supo dar un paso importante con la alcoholemia, tiene ahora el deber de completar el camino. Porque la seguridad en el tránsito no puede depender de la suerte ni del azar.
• El Ciudadano.